Fecha de publicación: 2 de Agosto de 2025 a las 08:33:00 hs
Medio: INFOBAE
Categoría: GENERAL
Descripción: Una investigación revela que instituciones públicas brasileñas han servido esa carne durante dos décadas, exponiendo a niños y pacientes a altos niveles de metales pesados y especies en peligro
Contenido: Brasil no ha tenido tiempo de celebrar su salida del mapa del hambre de las Naciones Unidas, que ya un reportaje de investigación del sitio web de noticias medioambientales Mongabay ha levantado el velo sobre las sombras de las políticas alimentarias del país. En particular, la investigación de Mongabay reveló que, en los últimos 20 años, los organismos públicos brasileños, tanto a nivel federal como estatal y municipal, han comprado más de 5.400 toneladas de carne de tiburón comercializada con el nombre portugués de “cação” por un valor total de 112 millones de reales (20,22 millones de dólares), sirviéndola regularmente en escuelas, hospitales, prisiones y cuarteles de todo el país. La decisión de venderla con la denominación genérica de “cação” ha hecho que la mayoría de los consumidores no fueran conscientes de lo que estaban comiendo. Brasil, donde la venta de carne de tiburón, recordemos, no está prohibida, se ha convertido así en el primer consumidor mundial de carne de tiburón. Las 1.152 licitaciones examinadas por la investigación periodística se llevaron a cabo en 542 municipios de diez estados brasileños, con compras documentadas desde 2004. La carne de tiburón se incluyó siquiera en las comidas del Programa Nacional de Alimentación Escolar (PNAE), destinado a millones de niños, incluso en guarderías. El Ministerio de Salud brasileño recomienda el “cação” en la dieta de los niños menores de dos años, debido a la ausencia de espinas, ignorando, sin embargo, los riesgos relacionados con la contaminación.
Este tipo de alimento es conocido, de hecho, por contener altos niveles de metales pesados, en particular mercurio y arsénico. La carne de tiburón está más contaminada que la de otros peces, principalmente por el llamado fenómeno de bioacumulación. Los tiburones son depredadores apicales, es decir, se encuentran en la cima de la cadena alimentaria marina. Se alimentan de muchos otros peces, que a su vez se alimentan de otros organismos. Cada vez que uno de estos peces ingiere una sustancia tóxica, como el mercurio, presente en las aguas por causas naturales e industriales, esta no se elimina, sino que se acumula en los tejidos. Cuanto más alta es la posición del pez en la cadena alimentaria, mayor es la concentración de estas sustancias tóxicas en su cuerpo, que representan un grave riesgo para la salud, no solo para los niños, sino también para las mujeres embarazadas. Hasta el punto de que las autoridades sanitarias de otros países, como Estados Unidos, desaconsejan categóricamente su consumo para estos grupos de población. En Brasil, la carne de tiburón no solo se distribuyó a los niños, sino también a 43.000 agentes de la policía militar de Río de Janeiro, a reclusos de 92 prisiones del estado de San Pablo y a miles de pacientes de decenas de centros de salud públicos.
Además del problema de la contaminación por consumo, la pesca intensiva está provocando un dramático descenso de las poblaciones de tiburones oceánicos, que se han reducido en aproximadamente un 71% entre 1970 y 2018. Muchas de las especies comercializadas están en peligro, según datos de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), una organización no gubernamental con sede en Suiza y con estatus de observador en la Asamblea General de las Naciones Unidas. El mercado brasileño se ha defendido de las acusaciones argumentando que la carne vendida a las instituciones públicas del país procede de la especie Prionace glauca, conocida comúnmente como tiburón azul, presente en los mares en cantidades más abundantes. Sin embargo, los expertos han rebatido esta afirmación, considerando insostenible también la pesca de esta especie. Además, análisis específicos han confirmado que, en muchos casos, la carne vendida como “cação” procede en realidad de especies amenazadas. Según Mongabay, el punto vulnerable de la cadena es el hecho de que las licitaciones públicas en Brasil no exigen la identificación de la especie suministrada y rara vez imponen pruebas obligatorias de metales pesados. Solo unas pocas licitaciones de las analizadas preveían controles específicos.
Rodrigo Agostinho, actual presidente del Instituto Brasileño de Recursos Naturales Renovables y Ambientales (Ibama) y exalcalde de Bauru, en el estado de San Pablo, admitió a Mongabay que firmó contratos para el suministro de carne de tiburón durante su mandato como alcalde entre 2013 y 2016, pero contó que se encontró con una fuerte resistencia por parte de los nutricionistas cuando intentó cambiar el suministro. “Me enfrenté a una gran resistencia por parte de los nutricionistas”, dijo Agostinho, explicando que la decisión de utilizar el “cação” se debió a razones prácticas. Se trata, de hecho, de un pescado económico y sin espinas, más sencillo de manejar en los comedores escolares. Sin embargo, el impacto sobre la salud y la biodiversidad ha sido ampliamente ignorado. Agostinho declaró que ahora apoya una moratoria nacional sobre la compra pública de carne de tiburón hasta que las poblaciones marinas muestren signos evidentes de recuperación. Por su parte, organizaciones ecologistas como Sea Shepherd Brasil luchan por la prohibición inmediata de la compra de carne de tiburón por parte de las instituciones públicas. El diputado federal Nilto Tatto, del Partido de los Trabajadores, el PT de Lula, también ha presentado un proyecto de ley para prohibir su adquisición a nivel federal, pero está actualmente bloqueado en la Comisión de Medio Ambiente. Tatto ha admitido haber consumido “cação” sin saber que era carne de tiburón.
Si Brasil ha optado durante años en sus políticas alimentarias para la población por recurrir a un alimento tan controvertido, parece una ironía del destino que haya sido el chino Qu Dongyu, director general de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), quien haya dado la noticia de la salida del gigante latinoamericano del Mapa del Hambre de las Naciones Unidas. De hecho, China ha sido durante años uno de los países del mundo a la cabeza en el consumo de carne de tiburón, sobre todo de sus aletas. Sin embargo, gracias a las campañas de sensibilización, este consumo se ha reducido recientemente hasta un 70%. “Hoy soy el hombre más feliz del mundo. Hemos conseguido acabar con el hambre. Brasil está fuera del mapa del hambre”, respondió el presidente Lula al anuncio del presidente de la FAO, Qu Dongyu, criticado en el pasado, según el sitio web de geopolítica Politico, por varios diplomáticos y funcionarios de la ONU por dar prioridad a la agenda de Pekín y por su visita oficial a Corea del Norte, donde elogió a Kim Jong Un por sus “grandes logros” en materia de seguridad alimentaria y desarrollo agrícola.
Según el informe de la FAO difundido durante la cumbre sobre sistemas alimentarios que se celebra actualmente en Etiopía, menos del 2,5% de la población brasileña se encuentra hoy en día en condiciones de desnutrición.
Lula calificó la noticia en sus redes sociales como “un logro histórico que demuestra que, con políticas públicas serias y compromiso con el pueblo, es posible combatir el hambre y construir un país más justo y solidario”. “Salir del Mapa del Hambre era el principal objetivo del presidente Lula desde el comienzo de su mandato, en enero de 2023”, recordó el ministro de Desarrollo y Asistencia Social, Wellington Dias. “Con el plan Brasil Sin Hambre, mucho trabajo y políticas públicas sólidas, hemos alcanzado la meta en dos años”, declaró Dias. El mapa es elaborado por la FAO y mide el acceso a una alimentación suficiente para una vida activa y saludable. La ONU considera desnutrida a toda persona que ingiera regularmente menos nutrientes y calorías de los necesarios.
Brasil ya había salido de la lista en 2014, pero volvió a entrar entre 2018 y 2020 debido al empeoramiento de los datos sobre la inseguridad alimentaria. Precisamente, los datos sobre la inseguridad alimentaria han sido objeto de una polarización política entre el Gobierno de Bolsonaro y el de Lula. Según algunas organizaciones, como la Red Brasileña de Investigación sobre Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional (Rede PENSSAN), alrededor de 33 millones de brasileños pasaron hambre en 2022. Esta red de investigadores y organizaciones de la sociedad civil se creó en 2020, al comienzo de la pandemia, precisamente para hacer frente a la falta de datos oficiales por parte del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), que había suspendido sus investigaciones sobre la inseguridad alimentaria. Otras fuentes, en cambio, indican cifras muy inferiores. Pero, ¿de dónde provienen estas contradicciones? La primera causa es semántica y metodológica. No todos los datos hablan de lo mismo. El “hambre” puede referirse a la inseguridad alimentaria grave, es decir, la privación total de alimentos, o a formas más leves, como la incertidumbre sobre el acceso futuro o la calidad de los alimentos. En segundo lugar, las fuentes oficiales e independientes utilizan metodologías diferentes. El Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), responsable del censo del país, por ejemplo, no actualiza desde hace años los datos específicos sobre el hambre, mientras que otras organizaciones civiles utilizan encuestas más frecuentes pero menos representativas. En este caso, la FAO utilizó datos de 2022 a 2024, a caballo entre los dos gobiernos, dejando fuera los dos años críticos de la pandemia de COVID, 2020 y 2021, que en los cálculos anteriores aumentaban los parámetros de desnutrición.
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