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Fecha de publicación: 2 de Agosto de 2025 a las 05:55:00 hs

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Medio: TN

Categoría: POLITICA

Un grito de remordimiento y el misterio del aviador fantasma: la historia de los pilotos que tiraron la bomba de Hiroshima

Portada

Descripción: Hace 80 años, con los lanzamientos de las bombas sobre Japón, comenzaba la era atómica.

Contenido: Tres pilotos y un fantasma.

El 6 de agosto de 1945, el mundo cambiaba para siempre. La bomba atómica destruía Hiroshima y a su gente. Tres días después, Nagasaki. Más, mucha más muerte.

La rendición japonesa, la victoria de los Aliados. El fin de la Segunda Guerra. El comienzo de la era atómica.

La historia y la vida de los tripulantes de los aviones que participaron en ambas misiones fue diferente. Muchos permanecieron toda su vida como miembros de las fuerzas armadas. Otros tuvieron severos problemas al regresar a la vida civil: detenciones, internaciones, soledad.

Algunos se mostraron -al menos públicamente- muy orgullosos de lo hecho; otros no pudieron manejar el remordimiento y el cargo de conciencia.

Y también hay un fantasma, una persona misteriosa, que suele ser mencionada como ejemplo del terrible peso en la conciencia de los aviadores por sus actos pero que en realidad, no parece haber participado de las misiones atómicas.

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En cada aniversario de Hiroshima y Nagasaki, se habla de Paul Bregman, el aviador que integró la segunda misión, que fue parte de la tripulación del Bockscar, el avión que lanzó la bomba que aniquiló Nagasaki, y que se afirma se suicidó el día que se cumplían los cuarenta años del hecho.

La bomba de Hiroshima fue lanzada desde un b-29, el Enola Gay, comandado por Paul Tibbets. Aunque del operativo participaron varios aviones, meteorológicos y escoltas. Solo la tripulación del que llevaría la bomba constaba de once hombres.

Todos los participantes sabían que esa era una misión diferente a las demás. El silencio, el entrenamiento, los días previos sin actividad, la carga misteriosa, la compañía: ellos sabían que eran los mejores pilotos de su generación. El Grupo de Operaciones 509, el encargado de la misión, se había conformado pocos meses antes en Utah y recién a comienzos de mayo de 1945 fueron trasladados a la base de Tinian. Se necesitaba experiencia, habilidad, coraje y templanza. No había margen de error.

Paul Tibbets como piloto de la nave principal decidió bautizarla. Le puso Enola Gay, el nombre de su madre: “Me acordé de ella, una pelirroja valiente, que siempre me había apoyado y que soportó que abandonara medicina para ser piloto de guerra”. La noche previa pintaron esas dos palabras en el fuselaje.

El despegue, de madrugada, fue filmado. Para eso la pista fue iluminada con reflectores. La comandancia quería dejar registro de todo lo que pudiera. Uno de los aviones de la escuadra tenía como misión filmar y fotografiar. De él surgió la imagen del hongo atómico.

La bomba se terminó de ensamblar durante el vuelo para evitar riesgos innecesarios en el despegue.

A la vanguardia iba el Straight Flush, el avión meteorológico, con su piloto Claude Eatherly. debía comprobar que las condiciones de clima y la visibilidad fueran óptimas (tres días después por la labor del avión encargado de esa tarea y por las nubes que informó se cambió el objetivo y Fat Boy en vez de destruir la ciudad de Kokura, objetivo original, cayó sobre Nagasaki).

El Enola Gay estuvo sobre el objetivo a las 8:15. Y la bomba fue lanzada. Emprendieron la vuelta. Sabían que debían alejarse del lugar lo más rápido posible.

El sacudón del avión los asustó por unos segundos. Paul Tibbets contó que el ruido que escucharon fue como si estuvieran envueltos en cilindros de latón y alguien golpeara insistentemente con un martillo sobre la chapa. Nunca habían sentido algo igual. A esa altura sabían que esa bomba era diferente al resto, pero no la creyeron tan poderosamente destructora.

El copiloto Robert Lewis, que había aspirado a comandar la misión, dijo entre dientes: “¡Dios mío! ¿Qué hicimos?”. Después contó: “Ahí abajo había una ciudad y de pronto no estuvo más. Fue como si una boca gigante la hubiese aspirado en un segundo”.

Paul Tibbets, el piloto de la nave, murió muy anciano y fue enterrado con honores. Después de la Segunda Guerra fue considerado un héroe nacional y durante décadas disfrutó del prestigio y los reconocimientos (la leyenda asume que Tibbets fue condecorado apenas puso un pie en la pista). Escribió unas memorias que se vendieron muy bien. Nunca sintió culpa. El remordimiento no fue parte de su catálogo de emociones. O al menos así lo expresó en público: “No tengo nada de qué arrepentirme. Yo duermo tranquilo y profundo cada noche de mi vida”.

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Tampoco lo hicieron los demás tripulantes del Enola Gay. Para ellos fue un acto de guerra, una misión que supieron cumplir con probidad. Eran veteranos en este asunto de lanzar bombas desde el cielo. El poder destructor de esta no les interesó demasiado más que para aprovechar la posterior celebridad que les brindó.

Charles Sweeney fue el piloto del Bockscar, el avión que lanzó la bomba que destruyó Nagasaki tres días después del desastre de Hiroshima. Él tampoco mostró demasiado pesar ni remordimiento. También escribió sus memorias (aunque más polémicas que las de Tibbett porque criticaba a algunos compañeros e inventaba algunas circunstancias sobre la misión). Y, también, fue despedido con honores tras su muerte en 2004. Él estaba convencido de que la bomba atómica fue necesaria para terminar con la guerra: “Yo vi esos hermosos jóvenes siendo maltratados y asesinados por esa fuerza militar maléfica que era el enemigo. No tengo la menor duda de que el presidente Truman tomó la mejor decisión posible al ordenar que se tiraran las bombas atómicas”, escribió. Y agregó: “Eso sí espero y rezo para que el título de comandante de la última misión atómica no me lo saquen nunca. Que no sea necesario lanzarla nunca más”.

La resistencia japonesa y las muertes que acarrearía, la entrada de los soviéticos a Japón, el efecto aleccionador para el resto de las potencias sobre el poder atómico. Cada uno, según el momento, fue eligiendo del elenco de justificaciones y argumentos el que mejor le venía.

Sin embargo, cientos de rumores y leyendas se instalaron sobre Tibbets, Sweeney y otros tripulantes. Suicidios, internaciones en psiquiátricos, delitos aberrantes. Pero en el caso suyo y de la mayoría de sus compañeros nada de eso fue cierto.

Sí lo fue en el de Claude Eatherly, el piloto del avión que antecedió la misión, el Straight Flush, el que avisó que el cielo estaba suficientemente despejado. Él sufrió mucho. La baja sin honores, descrédito, estadía en varias cárceles y la última década de su vida la pasó internado en una institución psiquiátrica. No vivió tanto, ni tan bien. A su muerte nadie lo homenajeó.

La historia de Eatherly se hizo muy conocida. Sus detractores hicieron todo lo posible por desprestigiarlo. Se convirtió en un hombre de vida díscola, propenso al crimen, fuera de sus cabales. Alguien que, se decía, estaba mal desde antes. Por eso su prontuario, las internaciones psiquiátricas y, en especial, su postura en contra del uso de armas atómicas.

Claude Eatherly fue dado de baja de la Fuerza Aérea en 1947. Su descenso fue vertiginoso. Su vida después de la guerra siguió un patrón. Detenciones por delitos menores, trabajos en los que duraba muy poco, alguna internación de unos pocos días para monitorear su salud mental. Luego de esos días en el hospital, Eatherly salía, conseguía trabajo y se volvía a repetir el circuito aunque todo era mucho más rápido. Sólo se incrementaba la gravedad de los delitos cometidos y la duración de las internaciones. En el medio un divorcio, los hijos que no lo quisieron ver más, un par de intentos de suicidio fallidos. Hasta que un momento se dispuso que permaneciera de manera permanente en el Hospital Psiquiátrico de Waco.

En ese entonces su prédica antibelicista había comenzado. En muchos lugares del mundo se contaba su historia y se reproducían sus declaraciones. Había sido parte del horror y eso pesaba en su conciencia. Y se lo hacía saber al mundo. No quería que lo de Hiroshima y Nagasaki se repitiera. Se convirtió en un símbolo.

Voces oficiales en Estados Unidos y antiguos compañeros del Cuerpo 509 de Operaciones trataron de quitarle trascendencia y autoridad a su postura. Sostuvieron que se trataba de un juerguista, que su disciplina era muy deficiente (esto sería difícil de creer: era muy riguroso el ingreso al grupo exclusivo que estaba involucrado en el lanzamiento de la bomba atómica; no se hubieran arriesgado a tener en el equipo a alguien inestable), que sus problemas mentales habían empezado antes de la guerra. Paul Tibbets, en sus memorias, sostuvo: “No entiendo por qué está tan afectado. Él estuvo una hora antes que el Enola Gay, no soltó la bomba, ni siquiera vio la explosión o sus consecuencias. Cuando la dejamos caer, él ya estaba regresando a la base”. Otros hablaron de celos, de búsqueda de protagonismo, de malas decisiones posteriores que lo llevaron a ponerse en el papel de la víctima.

Sin embargo nadie puede dudar que, haya sido la bomba de Hiroshima o el cúmulo de su accionar bélico, Eatherly sufrió un daño. Estrés postraumático. Vio y vivió algo insoportable. Participó de actos atroces que pesaban sobre su conciencia, que no podía dejar atrás. La guerra había arrasado también con él. Que él clamara por el desarme nuclear, por el control de esa fuerza incontrolable, era de una potencia mayor a que lo hiciera otro.

El filósofo Gunther Anders, discípulo de Heidegger y exmarido de Hannah Arendt, le escribió una carta al enterarse de su historia. Eatherly contestó. Eso dio comienzo a un largo intercambio epistolar que se extendió más de una década y que constó de más de sesenta cartas. Esa conversación, el registro de esas cartas se encuentra en El piloto de Hiroshima, un libro que publicó en español hace unos años Paidós. Anders le escribe: “El que usted, entre otros tantos miles de millones de contemporáneos, se haya condenado a ser un símbolo, no es culpa suya, y es ciertamente horrible. Pero así es. También usted, Eatherly, es una víctima de Hiroshima”. (Debe reconocerse, también, que Anders mostraba una extraña propensión a las cartas públicas: unos años después tras el juicio a Eichmann, le escribió varias al hijo del criminal nazi).

Anders comienza dando su visión antibelicista, pero enseguida se entabla una relación en la que se preocupa por la salud de Eatherly. Le envía cartas al médico del piloto y le manda libros al hospital psiquiátrico en el que está internado.

“El único error de Eatherly fue arrepentirse de su participación relativamente inocente en una brutal masacre. Es posible que los métodos que siguió para despertar la conciencia de sus contemporáneos sobre el delirio de nuestra época no fueran siempre los más acertados, pero los motivos de su acción merecen la admiración de todos aquellos que todavía son capaces de albergar sentimientos humanos. Sus contemporáneos estaban dispuestos a honrarle por su participación en la masacre, pero, cuando se mostró arrepentido, arremetieron contra él, reconociendo en este arrepentimiento su propia condena” escribió Bertrand Russell, uno de los mayores luchadores por el desarme atómico durante las décadas posteriores a la guerra.

Claude Eatherly murió en 1978 por un cáncer en la garganta. Durante sus últimos años su morada fue un hospital psiquiátrico. A diferencia del de Tibbets, el suyo fue un funeral poco concurrido y sin honores. Su necrológica no ocupó páginas enteras de diarios.

En 1985, un día antes de cumplirse el 40 aniversario de los bombardeos, Paul Bregman se suicidó en su casa. Tenía 60 años y atravesaba una profunda depresión. Sus familiares informaron que el expiloto nunca había podido superar lo vivido en la Segunda Guerra y en especial el peso que cargaba en su conciencia por haber integrado la tripulación del Bockscar, el avión que lanzó la bomba atómica sobre Nagasaki el 9 de agosto de 1945.

La noticia se dispersó y se siguió repitiendo en cada aniversario. “Se suicidó el hombre que lanzó la bomba de Nagasaki”, decían los titulares. Una búsqueda por Google lo comprueba. Su muerte hasta figura en las listas de efemérides más consultadas, la de Wikipedia por ejemplo. Sin embargo, al rastrear más información sobre Bregman, el investigador se sorprende. No existen antecedentes de su participación en la misión del 9 de agosto. Se conservan algunas fotos de la tripulación formada como un viejo equipo de fútbol (dos hileras: parados y agachados) y en ninguna aparece Bregman. Un vocero de la fuerza aérea norteamericana debió aclarar la cuestión. Afirmó que Bregman era aviador, participó de la Segunda Guerra y hasta estuvo destinado en el Pacífico. Pero nunca participó de los bombardeos atómicos. El 9 de agosto, día de la masacre de Nagasaki, no se encontraba en Tinian sino en Guam, otra isla en la que Estados Unidos tenía base. Eso no quita que el aviador también pudiera sufrir de estrés postraumático.

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